"En la guerra el alma se te cierra y no sientes emociones, es como un mecanismo de defensa, porque si no te morirías de ver tanto horror”, explica Ishmael Beah, un ex niño soldado de Sierra Leona que con sólo trece años se vio obligado a luchar en un conflicto que le arrebató la familia y la niñez. Quince años después, Beah, que es embajador de buena voluntad de Unicef y vive en Nueva York con su madre adoptiva, ha decidido “poner cara” al drama de los niños soldados y explicar su historia en ‘Un largo camino’ (RBA), un libro estremecedor, por su realismo, en el que relata el infierno que, como él, aún sufren miles de menores en todo el mundo.
En enero de 1993 la guerra sorprendió a Ishmael cuando volvía con su hermano mayor y unos amigos de un concurso de hip-hop que se celebraba en Mattru Jong, un pequeño pueblo situado a unos 25 kilómetros del suyo. Ya nunca pudieron volver a casa.
Los violentos enfrentamientos en los que inesperadamente se vieron envueltos de regreso a sus hogares, empujaron a estos jóvenes, de apenas 13 años, a vagar sin rumbo por un país convertido en un infierno de violencia sin sentido, azotado por las sangrientas luchas entre el ejército gubernamental y los rebeldes del Frente Unido Revolucionario.
Tras meses de huida desesperada, Ishmael y sus compañeros llegaron a un campamento de las fuerzas del gobierno en busca de ayuda. Sin embargo, en vez de una cama y comida, les dieron balas y un fusil. Sin quererlo, se habían convertido en niños soldados.
“Cuando llegamos a la base militar pensamos que nos íbamos a sentir seguros, pero resultó ser falso, se convirtió en una pesadilla. Tras un período de adiestramiento de sólo una semana empezamos a participar activamente en la guerra. La única opción que teníamos era entrar en el ejército y combatir o dejar que nos persiguieran y mataran”, relata Ishmael.
El ejército se convirtió en su familia
El ejército se convirtió entonces en su única familia. Los comandantes, sanguinarios y autoritarios, ejercían la figura paterna, mientras que los niños soldados se consideraban como hermanos.
“Pero para ser parte de la familia tienes que hacer lo que te dicen, manifestar tu lealtad al grupo. Por eso, si te piden que mates, has de matar, y la violencia se convierte en tu forma de vida”, señala Ishmael con abrumadora serenidad, como si hubiera podido enterrar, aunque no olvidar, este negro episodio de su vida.
Ishmael reconoce que ha visto asesinar a cientos de personas y que él mismo, bajo los efectos de las drogas, el odio y las órdenes de los superiores, ha apretado el gatillo en innumerables ocasiones, matando a combatientes, pero también a niños, ancianos y demás personas inocentes.
Dice que al principio, cuando asesinas a alguien, “te sientes horrorizado”, aunque al final “te acabas acostumbrando”. “Es como un mecanismo de defensa, porque si no puedes morir por el mero hecho de haber visto eso. El alma se te cierra y no eres capaz de sentir emociones humanas. Es la locura de la guerra”, afirma Ishmael.
Unicef le sacó de la guerra
Durante cerca de tres años las armas formaron parte de la vida de este joven hasta que Unicef le sacó de la guerra y le trasladó a un centro de rehabilitación para niños soldados en Freetown, la capital de Sierra Leona.
Allí empezó su nueva vida. Pudo volver a la escuela, ayudar a otras personas en su misma situación y dar conferencias en otros países sobre el drama de los niños soldados, hasta convertirse en embajador de Unicef. Pese a su tormentoso pasado, Ishmael, que se ha licenciado en Ciencias Políticas, asegura que es posible volver a llevar una vida normal, aunque ello “requiere un proceso largo”.
“Nunca puedes olvidar, aunque aprendes a vivir con los recuerdos y a transformarlos para que no sean una carga para ti. Son como un recordatorio de lo importante que es vivir en paz. Eso -afirma- es lo que he aprendido yo de esta experiencia”.
(Fuente: El Mundo, 26/01/2008)
Ishmael Beah, Un largo camino. Memorias de un niño soldado, RBA: Barcelona, 2008.
En enero de 1993 la guerra sorprendió a Ishmael cuando volvía con su hermano mayor y unos amigos de un concurso de hip-hop que se celebraba en Mattru Jong, un pequeño pueblo situado a unos 25 kilómetros del suyo. Ya nunca pudieron volver a casa.
Los violentos enfrentamientos en los que inesperadamente se vieron envueltos de regreso a sus hogares, empujaron a estos jóvenes, de apenas 13 años, a vagar sin rumbo por un país convertido en un infierno de violencia sin sentido, azotado por las sangrientas luchas entre el ejército gubernamental y los rebeldes del Frente Unido Revolucionario.
Tras meses de huida desesperada, Ishmael y sus compañeros llegaron a un campamento de las fuerzas del gobierno en busca de ayuda. Sin embargo, en vez de una cama y comida, les dieron balas y un fusil. Sin quererlo, se habían convertido en niños soldados.
“Cuando llegamos a la base militar pensamos que nos íbamos a sentir seguros, pero resultó ser falso, se convirtió en una pesadilla. Tras un período de adiestramiento de sólo una semana empezamos a participar activamente en la guerra. La única opción que teníamos era entrar en el ejército y combatir o dejar que nos persiguieran y mataran”, relata Ishmael.
El ejército se convirtió en su familia
El ejército se convirtió entonces en su única familia. Los comandantes, sanguinarios y autoritarios, ejercían la figura paterna, mientras que los niños soldados se consideraban como hermanos.
“Pero para ser parte de la familia tienes que hacer lo que te dicen, manifestar tu lealtad al grupo. Por eso, si te piden que mates, has de matar, y la violencia se convierte en tu forma de vida”, señala Ishmael con abrumadora serenidad, como si hubiera podido enterrar, aunque no olvidar, este negro episodio de su vida.
Ishmael reconoce que ha visto asesinar a cientos de personas y que él mismo, bajo los efectos de las drogas, el odio y las órdenes de los superiores, ha apretado el gatillo en innumerables ocasiones, matando a combatientes, pero también a niños, ancianos y demás personas inocentes.
Dice que al principio, cuando asesinas a alguien, “te sientes horrorizado”, aunque al final “te acabas acostumbrando”. “Es como un mecanismo de defensa, porque si no puedes morir por el mero hecho de haber visto eso. El alma se te cierra y no eres capaz de sentir emociones humanas. Es la locura de la guerra”, afirma Ishmael.
Unicef le sacó de la guerra
Durante cerca de tres años las armas formaron parte de la vida de este joven hasta que Unicef le sacó de la guerra y le trasladó a un centro de rehabilitación para niños soldados en Freetown, la capital de Sierra Leona.
Allí empezó su nueva vida. Pudo volver a la escuela, ayudar a otras personas en su misma situación y dar conferencias en otros países sobre el drama de los niños soldados, hasta convertirse en embajador de Unicef. Pese a su tormentoso pasado, Ishmael, que se ha licenciado en Ciencias Políticas, asegura que es posible volver a llevar una vida normal, aunque ello “requiere un proceso largo”.
“Nunca puedes olvidar, aunque aprendes a vivir con los recuerdos y a transformarlos para que no sean una carga para ti. Son como un recordatorio de lo importante que es vivir en paz. Eso -afirma- es lo que he aprendido yo de esta experiencia”.
(Fuente: El Mundo, 26/01/2008)
Ishmael Beah, Un largo camino. Memorias de un niño soldado, RBA: Barcelona, 2008.